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sábado, 26 de marzo de 2011

Los Nueve primeros siglos del 622 al 1500


Expansión del Islam: 622-1000


Hacia el 1500, los musulmanes gobernaban o vivían en la mayor parte de aquellas áreas del mundo en que la humanidad había florecido desde tiempos antiguos.

Bagdad y El Cairo habían sido grandes centros de la civilización islámica, Atenas y Benarés estaban bajo dominio muslímico mientras que los límites de la expansión musulmana se extendían mucho más allá. En Occidente, defendían las costas atlánticas de Marruecos y patrullaban por las tierras de la sabana que se extiende entre el Sahara y las selvas del África tropical en que abundan las lluvias. En el Este, florecían en comunidades diseminadas por la China de los Ming y encontraban un terreno fértil para su fe en la península de Malaysia, las costas de Sumatra y Java así como en la isla filipina d Mindanao. En el Norte, el Islam se había ganado las almas de los seguidores nómadas de las hordas mongolas desde la cuenca del Tarim hasta la gran curva del Volga en Kazán; mientras que en el Sur mantenían su propio imperio contra una revitalización del imperio hindú de Vijayanagar al borde de la meseta india del Deccán y penetraban por la ribera oriental de África hasta alcanzar Kilwa y la punta septentrional de Madagascar. Por otra parte, la civilización islámica seguía ganando terreno a costa de otras civilizaciones, suplantando la influencia china en las estepas del noreste, representando un verdadero reto para el hinduismo en el sur y en el sureste de Asia, y ganando puntos al cristianismo en el Oeste. Sólo en Sicilia y en la península Ibérica habían cedido terreno los musulmanes, especialmente en 1492 cuando, con la caída del reino de Granada, tocaban a su fin ocho siglos de dominio islámico.

Pero, esa pérdida fue ampliamente compensada por las conquistas otomanas en el sureste europeo, donde seguían presionando hacia los Balcanes centrales y a lo largo de las costas del mar Negro hacia Crimea; avance que se vio coronado en 1453 con la conquista de Constantinopla, capital de la cristiandad oriental. Aunque por estas fechas no había ningún gran centro político que aunara el poder de aquellos extensos pueblos musulmanes y sirviera de punto de despliegue, si analizamos la situación, desde la perspectiva de la historia universal, veremos que fue en ese tiempo cuando empezaron a enfrentarse con gran energía a sus competidores.

La fe del Islam había empezado hacia el 610 d. C, cuando Muhammad ( nacido el 570 d. C.), hijo de Abdallah, un mercader de la Meca dado a la contemplación religiosa, tuvo una visión. Mientras dormía en su cueva solitaria del monte Jiraam, a unos kilómetros de la ciudad, se le apareció el arcángel Gabriel y le dijo: <>. Muhammad se negó, y el arcángel lo agarró fuertemente y casi lo ahogó, hasta que Muhammad le preguntó: <<¿Qué debo leer?>> Entonces el arcángel le dijo: <> Éste fue el primero de los numerosos mensajes que Muhammad recibiría de Allah. Todos ellos forman el Corán, que en árabe significa <> o <>. Inspirado por tales mensajes, Muhammad empezó a predicar al pueblo de La Meca, exhortándole a abandonar los numerosos ídolos que adoraba y a someterse al Dios único e indivisible.

Muhammad ganó pocos seguidores mientras que suscitaba una gran hostilidad. Por ello, cuando el 622 él y sus partidarios fueron invitados a la ciudad-oasis de Medina, a 340 kilómetros al noreste de La Meca, allí se fueron.

Que la emigración a Medina fue el momento decisivo en la misión de Muhammad, lo reconoció ya la primera generación de musulmanes, que hizo del 622 d. C. el año primero de la era islámica. En La Meca, Muhammad había predicado su nueva fe como un ciudadano particular.

En Medina, rápidamente se convirtió en un gobernante con autoridad política, militar y religiosa. El cambio se hace patente en las revelaciones comunicadas a Muhammad; mientras que en los capítulos mequitas del Corán versaban sobre doctrina y ética, los revelados en Medina se refieren a los problemas políticos y legales que iban planteándose a medida que la comunidad religiosa se convertía en un Estado muslímico. Cuando Muhammad muere, el 8 de Junio del 632, dejaba unos logros extraordinarios: había dado, a los nómadas y ciudadanos de un rincón del mundo antiguo, la fe en un Dios único y verdadero y un libro de revelaciones que señalaba el camino hacia una forma de vida inmensamente superior al paganismo que reemplazaba; recurriendo a la guerra y a las alianzas prudentes también había guiado la expansión de su comunidad desde la ciudad de Medina hasta crear un Estado que dominaba la Arabia occidental.

Los musulmanes creen que Muhammad es el último de los profetas de Dios. Lo ven como el perfeccionador de la obra iniciada por los grandes profetas hebreos, Abraham, Moisés y Jesús, mostrando la vía de un verdadero monoteísmo. Finalmente Muhammad calificó la fe que predicaba como Islam, que significa <> a Dios; musulmanes eran los que se sometían, y la comunidad musulmana o islámica era la que aceptaba la revelación final de Dios a la humanidad a través de Muhammad. En esa comunidad, el poder soberano seguía estando sólo en manos de Dios. En ella no existía distinción alguna entre las esferas religiosa y secular, entre las cosas que son de Dios y las del César; todas las cosas sujetas a la voluntad de Dios, revelada en el Corán. La función del jefe de la comunidad-que después de Muhammad se llamó califa o sucesor- era la de administrar la voluntad divina. Lo que él tenía que administrar venía dicho por la comunidad de los muslimes, cuyo deber era defender la voluntad de Allah y llevar el beneficio de su guía y dirección al resto de la humanidad.

Enardecidos con su nueva fe, los musulmanes rebasaron incontenibles fronteras de Arabia occidental y al cabo de unos años habían reordenado la geografía política del mundo mediterráneo y del Asia occidental. El resto de Arabia fue conquistada hacia el 634 y se iniciaba el avance en dirección a Palestina. Ocho años después, los musulmanes habían derrotado a los grandes imperios bizantino y sasánida, situados al norte, y habían dominado Siria, Irak, el Irán occidental y Egipto. A la muerte del tercer califa, Utmán, en 656, los ejércitos musulmanes habían avanzado a través de Cirenaica por el oeste, a través del Cáucaso por el norte, y habían alcanzado el Oxus y el Hindu Kush por el este. La expansión subsiguiente fue un poco más pausada; pero, en 711, los musulmanes emprendieron la ocupación de Sind en el este y en el 712 habían alcanzado Tashkent, comenzado a asegurar para el Islam el Asia central; empeño que vio consolidado cuando fuerzas chinas fueron derrotadas en la batalla del río Talas (751. En el oeste en el 709 habían conquistado el norte de África, y a través de España avanzando hacia Francia, donde su expansión septentrional fue detenida por los francos en Poitiers (732). A mediados del siglo VIII, los califas muslímicos gobernaban desde su capital Damasco un vasto imperio, que se extendía desde el valle del Indo y Tashkent, por el este, hasta las montañas del Atlas y los Pirineos, por el oeste. Los musulmanes habían llevado a cabo la expansión más maravillosa; un triunfo que parecía confirmar que Muhammad era el sello de los profetas y que dejó una marca sobre su manera de pensar durante siglos. Tuvieron la sensación de que habían tomado el pulso a la historia.

Pero, no obstante, las victorias de la comunidad sobre otros pueblos, durante los 120 años primeros hubo de soportar tres grandes guerras civiles. Un elemento permanente de disensión fue la oposición del partido de Alí, primo y yerno del Profeta; es la shia (partido) de Alí, y sus secuaces se les conoce a menudo justamente como los shías o chiitas opuestos a quienes ocupaban el califato. Creían que la sucesión legítima correspondía a los descendientes del Profeta. El enfrentamiento se hizo patente durante el reinado del tercer califa, Utmán, y estalló cuando éste fue asesinado y Alí le sucedió en el califato en unas circunstancias comprometedoras. Aparentemente el conflicto acabó con el asesinato a su vez de Alí en su cuartel general de Kufa (661) y también cuando su hijo mayor renunció a sus pretensiones al cargo. Mas, no terminó con ello la oposición chiita; sino que, más bien, se sintió estimulada por el hecho de que el califato, que en los comienzos había sido un cargo electivo y siempre ideal en grado sumo, se convertía ahora en posesión dinástica de los omeyas (o descendientes de Umayya), un clan aristocrático de La Meca.

En 680 estalló la segunda guerra civil, cuando Huseín, el hijo menor de Alí, capitaneó una revuelta contra el califa omeya Yazid, siendo ferozmente eliminado con su pequeña fuerza en Karbala. Aquella carnicería en la que perecieron el nieto y los parientes más cercanos del Profeta horrorizó al joven mundo musulmán. <> La consecuencia inmediata fue un nuevo resurgir de la resistencia chiita, que no fue sofocada hasta 629. A la larga, el partido se convirtió en una secta religiosa, cuya creencia distintiva fue la de sustituir al califa por un imán, del cual recibían en cada generación la luz original de la revelación de Muhammad, y cuyos ritos más sagrados lamentaban la matanza de las fuentes más puras de aquella luz en Karbala. Así, los chiitas continuaron oponiéndose al califato omeya, y reunieron otros grupos para propiciar una tercera guerra civil, que culminó con la destrucción de la dinastía el 750 y con la entronización de los descendientes del tío del Profeta, Al-Abbas.

La fundación del califato abasida marcó el final de la primera fase de expansión musulmana: durante algunos cientos de años apenas si se avanzó más allá de las fronteras que habían alcanzado los omeyas. En cambio, aquél fue un período de expansión y consolidación internas. Fue entonces cuando se creó una gran civilización muslímica. Los árabes aportaron a la misma la revelación de Muhammad y los instrumentos que habían desarrollado en su vida cotidiana, así como el estudio relativo a las tradiciones del Profeta, la filología y la ley.

Los árabes gobernaron a gentes con culturas y civilizaciones profundamente arraigadas, configurando poco a poco a formar una vida islámica. Por otra parte, los pueblos conquistados se unieron y fundieron como jamás lo habían estado gracias a la pax islámica, forjada por las armas árabes, y surgió una civilización brillante.

El comercio creció a medida que hombres y mercancías se desplazaban de China a Egipto y desde España a la India occidental. Las ciudades volvieron a florecer y un gran centro comercial, mayor que Seleucia y Ctesifonte, sus antecesoras griegas y sasánidas. Persas, iraquíes, sirios y egipcios, todos contribuyeron a unas realizaciones extraordinariamente creativas en el campo de la arquitectura y de las artes en general. Las grandes mezquitas de Samarra en Irak, Kairván en Tunicia y Ahmad Ibn Túlun en El Cairo se alzaron como testigos del poder y seguridad de la nueva civilización muslímica. Los cuentos de La mil y una noches, recogidos en Egipto, la India, China, Grecia y otros países, reflejan los vastos horizontes de la Bagdad del califa Harún al-Rashid (786-809) y su vida esplendorosa.

También floreció la actividad intelectual. Los estudios religiosos se multiplicaron en todas las ciudades desde Samarcanda hasta la Península Ibérica y el ancho afán de conocimientos abarcó historia, la literatura, la medicina y las matemáticas griegas que se desarrollaron hasta incluir el álgebra y la trigonometría; y la geografía, cuya variedad y ámbito como tema de estudio revelaban la amplia visión de la época. Fue por este tiempo cuando la lógica y la filosofía griegas, que se fundaban en la pura razón con el supuesto implícito de que la mente humana era superior a la divina, llegaron a representar un serio reto para la cultura religiosa. Por la misma época adquirían su forma jurisprudencia, la ciencia islámica por antonomasia. Se promulgaron cuatro grandes códigos, fundados en el Corán y las tradiciones, sin diferencias en todos los asuntos importantes y completos en su línea. No hay aspecto alguno de la vida humana sobre el que no se pronuncie el derecho islámico. Eso lo convirtió en un agente decisivo para la conformación de las vidas musulmanas, y por eso fue y sigue siendo el instrumento determinante para forjar una semejanza creciente entre forma y contenido entre los musulmanes de todo el mundo. El árabe fue la lengua del derecho y de la cultura religiosa doquiera arraigaron las comunidades islámicas, y así iba a continuar siéndolo en todos los aspectos.

El traslado del califato de Damasco a Bagdad significó algo más que un cambio de dinastía: representó también el desplazamiento del centro de la civilización islámica desde el Mediterráneo oriental a las tierras fronterizas de Asia. Bagdad, a sólo 56 kilómetros de la vieja capital sasánida de Ctesifonte, estaba abierta a las influencias de China o de la India como de España y del norte de África. Pronto se inició un rápido declive del poder político árabe, cuando los pueblos sometidos al imperio, y especialmente los persas, se sintieron seguros de sí mismos. La autoridad del califato llegó a estar menos representada por el empuje explosivo de los ejércitos beduinos que por la burocracia imperial lenta de movimientos, heredera en buena parte de un pasado sasánida.

Así, aunque la cultura arábiga continuó creciendo como una fuerza unificadora del mundo musulmán, el poder del califato propiamente dicho fue declinando.

De hecho, los abasíes nunca gobernaron el mundo islámico como lo habían hecho los omeyas; su misma accesión al trono en 756 condujo al establecimiento de un emirato independiente en España por obra de un príncipe omeya fugitivo. A fines del siglo VIII y durante el IX fueron surgiendo otros gobiernos independientes; como los idrisíes y los tulúnidas en el Magreb y Egipto, y los tahiridas, los safáridas y samaníes en las tierras orientales. Estas dinastías, que eran de hecho independientes, reconocían al califa abasida como cabeza del Islam. Sin embargo, en el siglo X esa supremacía titular fue recusada por los fatimíes chiitas, que se alzaron primero en Tunicia y más tarde en Egipto, que conquistaron en 969 y donde establecieron su propio califato, en cuya época de mayor esplendor llegaron a gobernar buena parte del norte de África, Siria y los territorios meridionales y occidentales de Arabia. Buscando su propia protección, los omeyas hispánicos proclamaron su propio califato en Córdoba, y durante algún tiempo hubo tres califas en el mundo islámico. La legitimidad de los califas abasíes fue la que obtuvo un reconocimiento más amplio, aunque desde mediados del siglo X no fueron más que juguete de los búyidas, una familia de bandidos chiitas que forjaron un Estado en Mesopotamia y en las altiplanicies iraníes.

Los siglos IX y X vieron la aparición de una identidad persa dentro del mundo islámico. Los Reinos independientes surgieron en las regiones orientales del califato abasida fueron reinos persas. Así fue como los persas que habían sido engullidos por entero cuando los árabes dieron cuenta al imperio sasánida y que se habían hecho musulmanes, volvieron a dar señales de su presencia política. Aquellas cortes, y en especial la de los samaníes (819-1005), patrocinaron el desarrollo de una nueva cultura persa. Los persas jugaron un papel destacado en el florecimiento de la gran literatura internacional islámica en árabe, como habían continuando haciéndolo en las ciencias religiosas a lo largo de los siglos.

Mas también preservaron su propia lengua preislámica, que enriquecida ahora con préstamos de palabras árabes y escrita en caracteres arábigos, reaparecía por propio derecho como un poderoso vehículo cultural; aquella lengua llegó a convertirse en el apoyo más firme de la identidad étnica persa, sobre todo después de que Firdawsí (935-1020) compusiera su Shahnama, inspirándose en abundantes recuerdos del pueblo persa y captando a la perfección su ideal heroico. Así, el persa fue ganando terreno hasta convertirse en la segunda lengua del Islam con predominio en los imperios muslímicos de Asia; fue el instrumento de una cultura cortesana y, por su riqueza literaria, se trocó a la vez en fuente de la educación y en modelo de la elegancia.



Las invasiones nómadas


A finales del siglo X el Islam delimitaba un mundo rico en comercio, brillante por el esfuerzo intelectual y notable en sus realizaciones artísticas; sin embargo, había perdido la unidad política y el brío militar que caracterizaron sus primeros años. Durante los cinco siglos siguientes, los países centrales que lo constituían iban a sufrir invasiones de los nómadas, y muy especialmente de los nómadas del Asia central que presionaban hacia el corazón de los territorios islámicos, al mismo tiempo que otras tribus nómadas lo hacían en el sur de Rusia y en el este de Europa. Las primeras fueron las tribus turcas, que empezaron a infiltrarse a lo largo del siglo IX, constituidas por esclavos de guerra o por soldados de fortuna. En 977 uno de estos últimos asumió el control de Ghazna, en los dominios samaníes, y fundó una dinastía que en el curso de diecisiete grandes campañas, entre el año 1000 y el 1030, conquistó el norte de la India. Y fue entonces, a mediados del siglo XI, cuando las tribus turcas iniciaron su expansión. Musulmanes ya de religión (habían sido convertidos por los samaníes un siglo antes), aquellos turcos selyúcidas rápidamente se adueñaron de la mayor parte de Asia occidental y enarbolaron la bandera del Islam en el Asia Menor, hasta donde ningún árabe había sido capaz de llevarla. También en África empezaban a moverse los nómadas: tribus árabes atacaban y destruían centros de civilización que los primitivos árabes habían levantando en la costa septentrional del continente, mientras que en el lejano oeste nómadas beréberes llevaban el Islam hasta las cuencas del Senegal y del Níger. No obstante, nuestro interés primordial en esta etapa se fija en los países islámicos centrales donde, en 1100, los turcos controlaron el califato, aunque compartiendo con los fatimíes de Egipto el poder dominante en la comunidad islámica.

La llegada de los turcos fue un evento de capital importancia en el desarrollo del Islam. Una tercera raza se sumaba a las razas conductoras del mundo islámico aportando sangre fresca y renovadas energías. El califato recibió una vitalidad nueva cuando los turcos liberaron a los abasíes de la esclavitud búyida y crearon una nueva institución: el sultanato universal. En lo sucesivo, el califa otorgaba la legitimidad a quienes poseían el poder, como lo hizo cuando coronó al primer sultán selyúcida en 1058, mientras que era cometido del sultán el imponer su autoridad en la comunidad islámica, defendiéndola contra los ataques de fuera y contra quienes desde dentro negaban la palabra de Allah. En el este, los turcos gaznavíes asentaban el poder musulmán en el norte de la India, iniciando la expansión efectiva en el subcontinente en el que la civilización islámica iba a florecer con mayor pujanza. En el oeste, la invasión selyúcida del Asia Menor abría el proceso que convertiría en el país moderno de los turcos, convirtiéndola en la base desde la cual el máximo imperio islámico de los últimos 600 años iba a expandirse hasta el sureste europeo.

La gran victoria selyúcida sobre las fuerzas cristianas de Bizancio en Manzikert, al noroeste del lago Van, en 1071, provocó unos veinticinco años más tarde la predicación de la primera cruzada y una riada de cruzados francos que se prolongaría durante doscientos años.

Las actividades de aquellos guerreros cristianos en Palestina, aunque notablemente agrandadas en la memoria de los occidentales, no representaron más que una pequeña irritación para los musulmanes y, a la larga, lo verdaderamente importante fue el impulso que dieron al comercio islámico-cristiano en el Mediterráneo y el grave deterioro que representó para las condiciones de vida de los cristianos que vivían bajo gobierno musulmán. Sin embargo, fuera de Palestina los musulmanes sufrieron derrotas definitivas. En 1091 los normandos completaron la reconquista de Sicilia, en 1147 los guerreros de la segunda cruzada recuperaron Lisboa y para 1212 los cristianos españoles habían reconquistado la mayor parte de la Península, no quedando más que el pequeño enclave musulmán de Granada en el sur.

Pero, más importante aún que la llegada de los turcos, fue la aparición de los mongoles, la última gran invasión nómada del mundo civilizado. La primera oleada la capitaneaba Gengis Khan, que entre 1220 y 1225 logró adueñarse de Transoxiana, Khurasan y el Cáucaso. La segunda oleada inundó el Asia central poniéndola bajo el mando de su nieto Hulagu en 1255. En 1258 Bagdad fue saqueada, siendo eliminado el último califa abasida con su familia, que fueron pisoteados hasta morir debajo de las alfombras. En 1260, la mayor parte del mundo musulmán –exceptuando Egipto, Arabia, Siria y los países del oeste- reconoció la supremacía de los mongoles paganos. Incluso esas mismas áreas sobrevivieron al azote mongol más por capricho de la fortuna que por otra cosa, pues fue únicamente la muerte del gran Khan Mongke, en 1259 la que hizo que Hulagu volviera sus ojos hacia el este y la que permitió que los mamelucos egipcios derrotaran a una pequeña fracción de su ejército en Ain Yalut, cerca de Nazaret, el año 1269. Esta victoria, no obstante, conseguida por esclavos militarizados turcos y kipchak, permitió a los mamelucos restablecer el califato en El Cairo, y el Valle del Nilo sustentar la vieja civilización muslímica hasta la conquista otomana en 1517. Bajo la soberanía mongola, los musulmanes se encontraron, a sí mismos, gobernados durante algún tiempo desde la capital mongola de Peking; pero en 1258 se dividieron en tres Estados mongoles: el de chaghatai en el Asia central, la Horda de Oro en la cuenca del Volga y el de los il-khanos, descendientes de Hulagu, en Irak e Irán. Y cuando esos Estados declinaron y el prestigio mongol se hundió, los restableció Timur Lang, el Cojo, más conocido entre nosotros como Tamerlán, que comandó la última gran oleada de invasores de las estepas del Asia central. En 13070 y 1405 forjó un vasto imperio, que se extendía desde Tashkent a Mesopotamia y superó a sus antepasados mongoles conquistando Delhi y asustando a El Cairo que se mantuvo en una sumisión respetuosa.

Las consecuencias de la invasión mongola fueron de enorme alcance, aunque en modo alguno tan desastrosas como sugerían los viejos historiadores musulmanes y no-musulmanes. De acuerdo que era la primera vez que unos paganos conquistaban las tierras centrales de la civilización islámica; pero, ya a comienzos del siglo XIV, habían aceptado el Islam, lo que debe considerarse como uno de los máximos méritos del islamismo y aseguraba que el Asia central los monte altaicos continuase siendo musulmana. El proceso efectivo de la conquista mongola desencadenó una espantosa destrucción entre las comunidades urbanas que poblaban el área entre Samarcanda a Bagdad y a Delhi. Era para ellos un placer destrozar las culturas superiores de los pueblos sedentarios, por el hecho de serlo; sin que pareciera importarles que la economía se derrumbase y que los ingresos por impuestos descendiesen al destruir los sistemas de regadío; degollaban a poblaciones enteras hasta el último hombre, y las espantosas torres de cabezas cortadas con su fluorescencia fantasmal por la noche, cuando se corrompían, eran una terrible advertencia a los pueblos sometidos indicándoles los riesgos que corrían los rebeldes. Por otra parte, los khanes mongoles y sus sucesores patrocinaron la enseñanza islámica, las artes y las ciencias, como nadie antes lo había hecho. En Tabriz vivió Rashid al-Din, el historiador universal; en la Samarcanda de Tamerlán escribió Saad al-Din Taftazani libros que iban a ser fundamentales en la enseñanza islámica hasta nuestros días; Nasir al-Din Tusi y Ulugh Beg fomentaron el estudio de la astronomía; Saadi, Hafiz y Jami elevaron la poesía persa hasta sus cimas más altas; el arte de la miniatura, bajo la fecunda influencia china, continuó produciendo sus frutos más delicados en la obra de Bihzad, que trabajaba en la corte de Herat; y la arquitectura alcanzó niveles más altos cuando los mongoles reconstruyeron algunas de las ciudades que habían destruido. El resultado general fue que la cultura persa experimentó tal desarrollo y expansión que llegó a convertirse en la dominadora del mundo islámico oriental. Y aunque alcanzaron el poder aplastando regímenes turcos, no dejaban de ser una minoría selecta al frente de unos nómadas turcos; y el resultado de su conquista fue la confirmación del dominio político de los pueblos turcos desde el Asia Menor hasta el norte de la India. De estos pueblos iban a surgir los fundadores de los tres grandes imperios que dominaría el primer período moderno.




El ancho mundo islamíco


Mientras el Islam libraba su gran batalla con los mongoles iba dilatando sus confines. El desarrollo del comercio jugó un papel preponderante en su difusión a lo largo de las costas del océano Índico y en el África subsahariana. Así se establecieron comunidades muslímicas en la costa oriental de África, en el sureste de la India y en los puertos de China. En 1200 existían comunidades en Gujarat y en Bengala, y pronto se asentaron en la costa birmana de Arakán. Y en el siglo XIII llegó también la islamización de los centros comerciales a ambos lados de los estrechos malayos, acontecimiento decisivo que abrió el camino a la expansión ininterrumpida del Islam por las islas del sureste asiático. Para 1500 el Islam estaba establecido a lo largo de las costas de la península de Malaca y en las riberas septentrionales de Sumatra y Java, presionando hacia las Molucas y hacia el sur de las Filipinas. Al África del sur del Sahara no llegó el Islam con los barcos sino a lomos de camello, cuando los mercaderes musulmanes intercambiaban oro y esclavos de la costa guineana por sal y productos de artesanía del norte. Grandes Estados surgieron en el Sudán occidental: Ghana, entre los ríos Senegal y Níger, que los misioneros almorávides incorporaron en el siglo XI-XIV se extendió desde el Atlántico hasta la gran curva del Níger y cuyas inmensas riquezas dieron pábulo a las fábulas europeas; Songhai, que dominó el Sudán central desde el siglo XIV al XVI. Grandes ciudades se alzaron también allí donde los mercaderes de muchos países se mezclaban con sabios y poetas: Gao, capital del imperio Songhai; Yenne, centro de instrucción en el sur de Malí; Timbuctú, capital intelectual, cultural económica del Sudán.

En otros lugares, la expansión de los musulmanes se debió más a las armas que al comercio. En la India, los khaljis y tughluqs turcos extendieron el dominio del sultanato de Delhi hacia el sur durante algún tiempo, y cuando la marea de conquista retrocedió, emergieron unos Estados sucesores en los musulmanes se impusieron a unas poblaciones preponderantemente hindúes. En Asia Menor, los turcos otomanos establecieron un pequeño ghazi o guerrero santo, un principado en las fronteras entre cristianismo e Islam. Fundado a mediados del siglo XIII, un siglo después ya había conquistado el noroeste del Asia Menor y había penetrado en Rumelia. Después sobreponiéndose a la derrota de Ankara a manos de Tamerlán, los otomanos conquistaron el bastión del cristianismo oriental, que era la ciudad de Constantinopla, en 1453; se anexionaron Grecia y Herzegovina y ejercieron su dominio sobre Bosnia y en los Estados de la ribera septentrional del mar Negro. En China, la dinastía mongola de los Yuan (1279-1368) importó musulmanes del oeste como servidores civiles, los cuales formaron comunidades islámicas por todo el país, siendo las más numerosas las de Kansu, en el extremo oriental de la cuenca islamizada del Tarim, y las de Yunnán en la frontera suroccidental.

Para el 1500 hacía ya tiempo que se había desvanecido toda esperanza de unidad política en el mundo islámico. El califato universal no pasaba de ser un tema exclusivo de pensadores políticos y de soñadores. Dos eran los centros principales de poder que destacaban sobre todos: Egipto, donde el sultanato mameluco de turcos y circasianos continuaba fomentando una elevada cultura árabe; y el imperio otomano que había salvado el Bósforo y aspiraba a convertirse en la monarquía islámica universal. En otros lugares, el poder estaba dividido entre numerosos sultanatos. Además, la dispersión del poder político iba acompañada cada vez más por la diversificación cultura. Dos grandes culturas dividían a los musulmanes: la cultura árabe, con predominio en Egipto, en África y entre los mercaderes de los mares del sur, y la cultura persa que se había difundido entre los grandes imperios continentales creados por los pueblos turcos. Así, mientras el Islam continuaba su expansión, en África, en la India o en el sureste asiático abrazando la fe de multitudes cada vez más numerosas, cuyos principales medios de expresión cultural o religiosa poco o nada debían a las formas árabes o persas. A pesar de ello, persistía un nivel en el que compartían materias de capital importancia: el Corán, las tradiciones y la ley, y los instrumentos necesarios para convertir todo ello en una fuerza social, lo que significaba un dominio del árabe. Entre 1325 y 1354 el erudito marroquí Ibn Battuta pudo recorrer ciento veinte mil kilómetros a través del mundo islámico, desde Tánger y Timbuctú hasta la China y Sumatra, siendo recibido con honores en casi todos los lugares a los que llegó y en los que decidió permanecer algún tiempo ejerciendo de juez.






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