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lunes, 4 de agosto de 2014

Cuidado con el sufismo




 El sufismo es peligroso, profundo, quebrador, vertiginoso. Ésta era una advertencia amistosa que siempre se hacía al que mostraba deseos de iniciarse en un arte para el que había que estar muy preparado. En muchos casos, en la actualidad el sufismo no es peligroso ni arriesgado: es una tontería. También siempre se ha dicho que encontrar a un maestro sufí era muy difícil. Un maestro era el azufre rojo y el elixir, la piedra filosofal con la que el aspirante convertía su corazón en oro. Topar con uno era una bendición poco frecuente. En la actualidad, parece que los maestros abundan más que los discípulos. Todo esto es síntoma de una degeneración en la que tiene mucho que ver el ‘contacto’ entre el Islam y Occidente.

      En el mundo musulmán había un tesoro extraordinario, el sufismo (y afortunadamente todavía lo hay, y sigue existiendo con una vitalidad bulliciosa). Pero, ahora, ese tesoro también está expuesto en las estanterías de los supermercados. Para que algo tan delicado pudiera ser trasformado en mercancía barata había que distorsionarlo totalmente. La vinculación del sufismo al Islam -que es lo que le da envergadura- ha sido suavizada hasta extremos en que incluso se les ve como antagónicos. El rigor del sufismo ha sido tan diluido que con frecuencia parece que es suficiente leer un poema de Rumi para ser un consumado experto en las honduras de una espiritualidad milenaria.

      La gazmoñería y la frivolidad con la que muchos occidentales se asoman desvergonzadamente al sufismo están perjudicándolo de modo grave. Cualquiera por aquí es sufí y además maestro si ha leído a Asín Palacios, a Corbin o a Idris Shah, o, peor aún, si tiene ‘intuiciones’ o está ‘iluminado’ y disfruta de una gracia especial. En el mundo musulmán, en el que el sentido de la trascendencia está tan arraigado y donde las ciencias del corazón son un patrimonio sólido y poderoso, la afectación de los que se pretenden sufíes en estos tiempos no hace sino fomentar un rechazo en el que las cosas pueden acabar confundiéndose.

      El sufismo (el tasáwwuf) es lo contrario de lo que muchos piensan. En primer lugar, el sufismo es el Islam, es la profundización en él. El sufismo no es anterior al Islam, ni es una ‘herejía’ del Islam, ni es la aportación de los ‘persas’ a la civilización rudimentaria de los árabes, ni nada parecido... Los prejuicios contra el Islam han alimentado esos despropósitos que carecen de toda base y rigor. Presentar el sufismo como algo desligable del Islam, o algo por encima del Islam, es engañar, es buscar una clientela fácil entre quienes se apuntan a cursillos de espiritualidad y no quieren -por nada del mundo- nada complicado ni comprometido. Hay que huir como de la peste de quienes ‘venden’ un sufismo ajeno al Islam porque son buscavidas descarados que ofrecen ‘gangas’ a gusto del consumidor.

      En segundo lugar, el sufismo no es ‘esoterismo’, ni ‘ocultismo’, ni ningún morbo de esa clase. No es una ‘secta secreta’, ni es la ‘masonería’ del Islam, ni es el patrimonio de una ‘élite espiritual’. El sufismo es mucho más serio, infinitamente más serio y de raíces más en la tierra. Para quienes se acercan imbuidos con esas ideas estrafalarias a auténticos sufíes se sienten descorazonados por la naturalidad con la que los sufíes son ‘gentes normales’ en un entorno en el que se les tiene -por lo general- en gran consideración, porque se les entiende, y en el que ellos están perfectamente integrados. Por supuesto, el sufismo tiene una sabiduría para la que se requiere una capacidad y una delicadeza especiales, como todo lo que es profundo, valioso y fruto de aspiraciones poderosas, pero nada tiene que ver eso con los remedos de disidencias místicas que se dan en Occidente.

      Además, en Occidente, la gente tiende a ‘realizarse espiritualmente’ escuchando sermones, discursos y conferencias. Esto es nocivo porque da cancha a los que tienen labia. El sufismo no es ‘sentarse a escuchar a un maestro y quedarse embobado’. El embobamiento no cambia nada en el corazón del que escucha. El sufismo es Yihâd, es lucha interior y exterior, es esfuerzo continuado sobre una senda exigente. El sufismo es emprender una peregrinación en la que nadie ni nada te sustituyen. Lo dijo Ibn ‘Arabi: “Salí del país de al-Andalus en dirección hacia Jerusalem. Hice del Islam mi cabalgadura, del combate mi reposo y de la confianza en Allah mi provisión...”. Las palabras de los maestros, si no son estímulos sino divagaciones, no sirven de nada más que para su prestigio personal. Por eso es más importante y adecuada la exposición del Método (la Tarîqa) que la de la Esencia (Haqîqa), sin embargo la gente en Occidente prefiere y le resulta más goloso que se le hable de la Esencia y se especule sobre lo que es incomprensible si no se ha realizado antes el Camino que prepara el corazón para el Entendimiento (Fahm).

      El sufismo no es una terapia, ni es un conjunto de ejercicios de respiración o relajación o meditación, ni es danzas exóticas y cánticos agradables, ni es sesión de cuentos, ni recitación de poemas, ni comunicación secreta de saberes herméticos, ni es la iniciación a un grupo elitista. El sufismo es vivir el Islam con nobleza e intensidad hasta la sabiduría y hasta la paz absoluta. Es la emoción del musulmán en el Islam. Es su Tradición en la que cada gesto encuentra una significación abismal. El sufismo es reconciliación con la vida y con el Creador de la vida, y es subordinación total al Señor de la vida, fluyendo en paz con su Voluntad hacedora de cada instante, es entregarse a Allah sin amaneramientos ni bobaliconustify"> Quien sigue la senda de la que hemos hablado puede que alguna vez en su vida se encuentre con un maestro, con un sháij, alguien que se apodere de él y lo arrastre hasta Allah y lo sumerja y ahogue en ese Océano de Luz. Enhorabuena a quien sea bendecido de ese modo. Allah guía a los sinceros y a los perseverantes.
      Hemos dicho a la cabeza de este artículo que el sufismo es peligroso y arriesgado. Nos referíamos a su carácter profundo, al enigma que está en su centro, al torbellino que desata en quien se lo toma en serio y quiere alcanzar sus últimas consecuencias. Se trata de un peligro hermoso, un riesgo que se asume en la contemplación de la Belleza,... es el vértigo ante lo Absoluto. Pero también es peligroso en un sentido negativo y que podemos reconocer fácilmente. Al descontextualizar el sufismo -como suele hacerse en Occidente- se tiende a la creación de grupos ‘exóticos’ o marginales, y también sectas. Es muy fácil convertir a un maestro sufí en un gurú. Es muy fácil convertir una vía sufí en un negocio particular enajenador de mentes. Es tan fácil que casi es inevitable.

Por ello es recomendable -hasta cierto grado- huir del sufismo en Occidente: no hay controles. Hay que tener cuidado. Es preferible limitarse a ser musulmanes sinceros y avanzar en la nobleza y en la excelencia (el Ihsân), y eso ya es sufismo, pues se ha dicho que el mayor y mejor prodigio es la rectitud, que el mayor y mejor rango espiritual es el Islam. Quien se fuerza y se violenta a sí mismo, encuentra a un timador; quien se relaja, es guiado por Allah. Lo que es aconsejable en el mundo musulmán -buscar a un maestro-, en Occidente puede llevarnos por mal camino. No se trata de un consejo absoluto porque no hay que ser desconfiado, pero sí es necesario estar despierto. En cualquier caso, siempre se debe tener la Sharî‘a como criterio sólido al que acudir.

En una sociedad musulmana todo está en su sitio, todo el mundo sabe de qué va la cosa y ningún estafador perdura. Es por ello por lo que proliferan los ‘maestros sufíes’ en Occidente y en proporción tal vez sean más numerosos que en el mundo musulmán, y eso es muy sintomático. Un maestro sufí, un sháij, es algo tremendo: es alguien al que se le hacen muchas exigencias, pero en Occidente no hay ninguna. Cualquiera que recite un poema de Rumi o diga cosas extravagantes se presenta a sí mismo como ‘reencarnación’ de Ibn ‘Arabi (discúlpesenos la ironía). Esa falta de vergüenza, en el mundo musulmán, sería patética...


e se debe tener la Sharî‘a como criterio sólido al que acudir.


En una sociedad musulmana todo está en su sitio, todo el mundo sabe de qué va la cosa y ningún estafador perdura. Es por ello por lo que proliferan los ‘maestros sufíes’ en Occidente y en proporción tal vez sean más numerosos que en el mundo musulmán, y eso es muy sintomático. Un maestro sufí, un sháij, es algo tremendo: es alguien al que se le hacen muchas exigencias, pero en Occidente no hay ninguna. Cualquiera que recite un poema de Rumi o diga cosas extravagantes se presenta a sí mismo como ‘reencarnación’ de Ibn ‘Arabi (discúlpesenos la ironía). Esa falta de vergüenza, en el mundo musulmán, sería patética...

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