Los musulmanes debemos a las potencias occidentales gran parte de la lamentable realidad actual de los pueblos de la Umma. Mucho de lo que se acusa al Islam tiene sus orígenes en las estrategias del colonialismo: ésta operaba con el objetivo doble de confundir y dividir a los musulmanes. Como consecuencia, el mundo islámico se disgregó debido a la abundancia de mecanismos y recursos que Occidente puso en circulación para lograr sus fines. Lo sibilino de la actuación colonial alcanzaba extremos que los musulmanes no podían sospechar y muchos se dejaron engañar ante los entretenimientos con los que el imperialismo maquinaba para ruina del Islam.
En el presente artículo mostraremos, de modo sucinto, algunos aspectos disgregadores de las políticas coloniales que, aunque pudieran parecer infantiles, sirvieron para crear situaciones confusas de las que se aprovechaba el agresor occidental. Para que nos sirva de ilustración, nos referiremos solamente a la creación o fomento de grupos que atentan contra la integridad de la Umma.
Sobre todo Gran Bretaña tuvo claro que lo que más la incomodaba a la hora de penetrar en territorios musulmanes era la facilidad con la que éstos se organizaban para enfrentarse a ella, aún en la ausencia de instituciones oficiales que aglutinaran a la población. Efectivamente, descubrieron que la idea de Yihad formaba parte del entramado cultural musulmán sin necesidad de que fuera mantenido por ningún ente. Solidariamente, los musulmanes sabían unirse ante las agresiones, sin construir Estados ni ejércitos profesionales: el Islam, desde dentro, los convocaba haciéndolos irreductibles ante las pretensiones colonialistas. Por ejemplo en la India, los británicos se encontraron con la persistente resistencia de los muÿahidín, cuando la población hindú no hacia nada para deshacerse del yugo occidental. La estrategia inglesa creyó encontrar la solución consiguiendo el respaldo de algún notable que se vendiera fácilmente y provocara la desunión de los musulmanes. Uno de estos intentos fue el que condujo a la creación de la secta de los ahmadíes o qadianis: la predicación de Mirza Ahmad “el último Mesías”, proponía la abolición del Yihad, la adopción del inglés como lengua universal, el sometimiento a Su Graciosa Majestad y la necesidad del proyecto británico de crear un imperio mundial que unificara a todos los seres humanos. La propuesta ahmadí no encontró ningún eco –evidentemente- en la sociedad musulmana india, y aunque en la actualidad existan restos no significa que la descarada política inglesa tuviera el menor triunfo.
Fracasado el intento por desmembrar al Islam desde dentro, con ayuda de los rusos interesados en ocupar el norte de Irán, un segundo experimento fue llevado a cabo por la Agencia Británica de Bombay, esta vez en la milenaria tierra de Persia, rica en petróleo y otros recursos naturales. El experimento consistió en la creación de un grupo que preconizara el abandono absoluto del Islam y la fundación de una doctrina que lo continuara pero aboliendo todos los contenidos de defensa que tiene el Dîn. Encontraron en un personaje ambicioso y sin escrúpulos que se autodenominó Bahaullah al agente idóneo. Este individuo pertenecía a la corriente musulmana de los babis y aprovechó la confusión que siguió a la muerte del Shayj para proclamarse como su sucesor inaugurando lo que sería llamado “Bahaísmo”. Con un grupo de seguidores, organizó auténticas matanzas en Irán, siguiendo su mensaje el de las típicas espiritualidades occidentales que abogan por un humanismo que a fin de cuentas significa el sometimiento pasivo al Estado representado siempre por Gran Bretaña. Tuvo que refugiarse en Turquía, de la que también tuvo que huir, acabando sus días, ¡cómo no!, en Israel.
El experimento bahai fue un fracaso más rotundo aún que el ahmadí, ya que estos últimos al considerarse musulmanes habían conseguido al menos un mínimo de aceptación, mientras que los bahais eran rechazados frontalmente. Pero finalmente dieron con la tecla: si no podían apartar de las mentes de los musulmanes el Yihad como algo consustancial al Islam y, por tanto vertebrador de la identidad musulmana, si podían intentar volver las tornas y “enseñar” a los musulmanes a luchar entre sí, creando mitos que serían insertados en la cultura de los pueblos a los que se deseaba someter. Esto sería logrado con éxito, precisamente, donde más podría doler a los musulmanes: en Arabia.
A la sazón, formaba parte del Califato Otomano, el gran valedor del Islam ante Occidente. En el desierto central de la Península, en un país llamado Nayd, un clan estaba consiguiendo poner bajo su dominio a varias tribus beduinas. Se trataba de los Saud, una familia conocida por su carácter sanguinario heredera de una tradición de bandidaje. A su lado, había un hombre con conocimientos rudimentarios del Islam llamado Muhammad ibn ´Abd al-Wahhab. Éste sería creador del wahhabismo que, por primera vez en la historia, habla de buenos y de malos musulmanes: buenos serían los wahhabíes y malos todos los demás, que debían ser combatidos como si se trataran de Kafirs. La ocasión estaba servida y los británicos no podían desaprovecharla. Enviaron agentes eficaces, como a Lawrence de Arabia, para organizar este extraño matrimonio entre saudíes y wahhabies, y lanzarlos a la conquista del Hiyaç y de toda Arabia contra los turcos, “malos musulmanes”. Lograron su objetivo, y con el tiempo además estos camelleros de la cultura del asalto a las caravanas de peregrinos, se vieron enriquecidos con el petróleo. En la actualidad, fieles colaboradores de todos los colonialismos, desean exportar y vender “su visión del Islam” por todo el mundo musulmán.
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