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miércoles, 13 de marzo de 2013

conversos al Islam: Craig Robertson, ex católico, Canadá




Mi nombre islámico es Abdullah Al-Kanadi.  Nací en Vancouver, Canadá.  Mi familia, que son todos católicos, me criaron como católico hasta que tuve 12 años de edad.  Soy musulmán desde hace aproximadamente seis años, y me gustaría compartir con ustedes la historia de mi viaje hacia el Islam.

Supongo que como en toda historia, es mejor comenzar desde el inicio.  Durante mi niñez asistí a una escuela religiosa donde me enseñaron la fe católica, junto con otras materias.  Religión era mi materia favorita; tenía excelentes notas en lo que eran las enseñanzas de la Iglesia.  Mis padres me presionaron para ser monaguillo desde una edad muy temprana, lo cual complacía mucho a mis abuelos; pero cuanto más aprendía de mi religión, ¡más la cuestionaba!  Tengo este recuerdo de mi niñez: le pregunté un día a mi madre en la misa: “¿Nuestra religión es la correcta?”.  La respuesta de mi madre aún suena en mis oídos: “Craig, todas son iguales, todas son buenas”.  A mí eso no me parecía correcto.  ¿Cuál era el caso de aprender mi religión si todas eran igualmente buenas?

Cuando tenía doce años, a mi abuela materna le diagnosticaron cáncer de colon y falleció unos meses después, luego de una dolorosa batalla con la enfermedad.  No me había dado cuenta que tan profundamente me había afectado su muerte, sino hasta más tarde en mi vida.  A la temprana edad de doce años, decidí que sería ateo para castigar a Dios (si es que uno puede siquiera imaginar algo así), era un jovencito muy enojado, enojado con el mundo, conmigo mismo y lo peor de todo, con Dios.  Pasé los primeros años de mi adolescencia intentando hacer todo lo que podía para impresionar a mis “amigos” de la escuela pública secundaria.  Rápidamente me di cuenta que tenía mucho que aprender, pues al estar protegido en una escuela religiosa, uno no aprende lo que aprendería en una escuela pública.  Incitaba a mis amigos en privado a que me enseñaran las cosas que no aprendí antes, y pronto me hice al hábito de decir malas palabras y burlarme de la gente más débil que yo.  Si bien intentaba encajar, en realidad nunca logré hacerlo.  Me golpeaban los más grandes; las chicas se burlaban de mí y demás.  Para un chico de mi edad, eso era devastador.  Me retraje hacia mí mismo, en lo que uno llamaría una ‘coraza emocional’.

Mis años de adolescencia estaban llenos de miseria y soledad.  Mis pobres padres intentaban hablar conmigo, pero yo era agresivo y muy irrespetuoso con ellos.  Me gradué de la escuela secundaria en el verano de 1996 y sentí que las cosas tendrían que cambiar para mejor, puesto que creí que no podría empeorar más de lo que ya estaban.  Me aceptaron en una escuela técnica local y decidí que mejoraría mi educación y tal vez ganaría buen dinero, por lo cual sería feliz.  Comencé a trabajar en un local de comida rápida al lado de mi casa para ayudar a costear los gastos de mi estudio.

Un par de semanas antes de comenzar la escuela, me invitaron a mudarme con unos amigos del trabajo.  Esa me pareció la respuesta a todos mis problemas.  Me olvidaría de mi familia y estaría con mis amigos todo el tiempo.  Una noche, les dije a mis padres que me iría de casa.  Me dijeron que no podía, y que no estaba listo para ello y que no lo permitirían.  Tenía 17 años y era muy obstinado; insulté a mis padres y les dije todo tipo de palabras hirientes, las cuales aún lamento hasta el día de hoy.  Me sentía envalentonado por mi nueva libertad, me sentía liberado, y podía seguir mis deseos a mi antojo.  Después de eso me mudé con mis amigos y no les hablé a mis padres durante mucho tiempo.

Estaba trabajando y yendo a la escuela cuando mis amigos me hicieron conocer la marihuana.  Me enamoré de ella con la primera fumada.  Fumaba un poco cuando llegaba a casa del trabajo para relajarme y desconectarme.  Pronto, comencé a fumar más y más, al punto que un fin de semana había fumado tanto que cuando me di cuenta, ya era lunes por la mañana, hora de ir a la escuela.  Pensé: “bueno, faltaré un día a la escuela, voy mañana, seguro no me van a extrañar”.  Nunca más volví a la escuela después de ese día.  Me di cuenta de lo bien que estaba.  Podía robar toda la comida que quisiera de mi trabajo y las drogas que pudiera fumar, ¿quién necesita ir a la escuela?

Tenía una gran vida, o al menos eso pensé; me convertí en el chico malo ‘residente’ en el trabajo y por lo tanto, las chicas comenzaron a fijarse en mí como nunca lo habían hecho en la escuela secundaria.  Probé drogas más fuertes, pero gracias a Dios, me salvé de esas cosas terribles.  Lo extraño era que, cuando no estaba drogado o borracho, me sentía miserable.  Sentía que no valía nada, que era insignificante.  Robaba del trabajo y a mis amigos para poder mantener mis delirios químicos.  Me volví paranoico de la gente que me rodeaba y me imaginaba que los policías me perseguían en cada esquina.  Comencé a quebrarme y necesitaba una solución, por lo que pensé que la religión me ayudaría.

Recuerdo haber visto una película sobre la brujería y pensé que eso sería perfecto para mí.  Compré un par de libros sobre la Wicca y la Adoración de la Naturaleza, y descubrí que ellos fomentan el uso de drogas naturales, por lo que seguí usándolas.  La gente me preguntaba si creía en Dios, y teníamos conversaciones de lo más extrañas cuando yo estaba bajo la ‘influencia’, pero recuerdo claramente responder que no, que de hecho no creía en Dios en absoluto, sino en muchos dioses tan imperfectos como yo.

A lo largo de todo ese proceso, hubo un amigo que estuvo siempre conmigo.  Él era un cristiano “que renació”, y siempre me sermoneaba, incluso cuando yo me burlaba de su fe.  Era el único amigo que tenía en ese momento y que no me juzgaba, por eso cuando me invitó un día a un campamento juvenil, decidí ir con él.  No tenía expectativas.  Pensé que me divertiría mucho riéndome de los “santurrones”.  La segunda noche, dieron un importante servicio religioso en un auditorio.  Había todo tipo de música alabando a Dios.  Yo miraba cómo viejos y jóvenes, hombres y mujeres, gritaban pidiendo el perdón y lloraban.  Me conmoví y dije una oración en silencio con las palabras: “Dios, sé que he sido una muy mala persona, por favor ayúdame, y perdóname y déjame comenzar de nuevo”.  Sentí que la emoción me embargó, y me cayeron lágrimas por las mejillas.  En ese momento decidí adoptar a Jesucristo como mi Señor y Salvador personal.  Levanté mis manos y comencé a bailar (sí, a bailar).  Todos los cristianos que me rodeaban me miraban asombrados en silencio; ¡el que se burlaba de ellos y les decía lo tontos que eran por creer en Dios ahora bailaba y adoraba a Dios!

Volví a mi alocada casa y me deshice todas las drogas y alucinógenos.  Les dije a mis amigos que tenían que ser cristianos para poder salvarse.  Me impactó el hecho de que me rechazaran, porque siempre solían darme su atención hasta ese entonces.  Terminé volviendo a vivir con mis padres después de una larga ausencia y los fastidiaba con razones para que se volvieran cristianos.  Ellos eran católicos y sentían que ya eran cristianos, pero yo no lo sentía así, pues ellos adoraban a los Santos.  Decidí volverme a ir de mi casa pero esta vez en mejores términos y con un trabajo que me dio mi abuelo que quería ayudarme con mi “recuperación”.

Comencé a frecuentar una “casa de jóvenes” cristianos que básicamente era una casa adonde acudían adolescentes para salir de las presiones familiares y hablar del Cristianismo.  Yo era el mayor que todos los chicos que había allí, por lo que pasé a ser uno de los que más hablaba e intentaba que los demás se sintieran bienvenidos.  A pesar de ello, me sentía un fraude, pues comencé nuevamente a beber y a salir con mujeres.  Les hablaba a los chicos del amor que Jesús tenía por ellos, pero en las noches salía y bebía.  Durante ese tiempo, mi único amigo cristiano intentaba aconsejarme y mantenerme en el camino correcto.


Aún recuerdo hoy mi primer encuentro con un musulmán.  Uno de los muchachos trajo un amigo suyo al hogar de jóvenes.  Era un chico musulmán cuyo nombre no recuerdo.  Lo que sí recuerdo es que el chico dijo: “Traje a mi amigo fulano de tal, es musulmán y quiero ayudarlo a convertirse al cristianismo”.  Yo estaba absolutamente asombrado de ese chico de 14 años, tan amable y tranquilo.  Créase o no, se defendió a sí mismo y también al Islam contra un grupo de cristianos que lo insultaban a él y a su religión.  Mientras nosotros estábamos sentados tragando nuestras Biblias y enojándonos cada vez más, él estaba tranquilo, sonriendo y hablándonos de no adorar a otros además de Dios y de cómo, sí, hay amor en el Islam.  Era como una gacela rodeada por una jauría de hienas pero que todo el tiempo permanece en calma y sin perder el respeto.  Realmente me sorprendió positivamente.

El chico musulmán dejó un ejemplar del Corán en la repisa, lo olvidó o lo dejó a propósito, no lo sé, pero comencé a leerlo.  No tardé mucho en enfurecerme con este libro cuando vi que tenía mucho más sentido que la Biblia.  Lo lancé contra el sofá y me fui, enfurecido, pero después de leerlo, me quedó una duda dando vueltas en mi interior.  Hice lo mejor que pude para olvidarme del chico musulmán y disfrutar el tiempo con mis amigos del hogar.  El grupo juvenil iba a diversas iglesias los fines de semana para participar en sesiones de oración y los sábados a la noche los pasábamos en una gran iglesia en lugar de ir a un bar.  Recuerdo estar en uno de esos eventos llamado ‘The Well’  me seentí tan cerca de Dios que quise mostrar mi humildad y mi amor por el Creador.  Hice lo que me pareció natural, me postré.  Me postré como lo hacen los musulmanes en las oraciones diarias, pero no sabía lo que hacía, lo único que sabía era que se sentía muy bien… sentí que era lo correcto, más que cualquier otra cosa que haya hecho antes.  Me sentí muy piadoso y espiritual y continué haciendo lo habitual, pero comencé a sentir que las cosas se me estaban escapando de las manos.

El Pastor siempre nos enseñaba que debemos someternos a la voluntad de Dios, y no había nada que yo no quisiera más; ¡pero no sabía cómo!  Siempre rezaba: “Por favor Dios, haz Tuya mi voluntad, hazme seguir Tu voluntad”, pero nada sucedía.  Sentía que me estaba alejando de la Iglesia a medida que mi fe se apagaba.  Fue en ese momento que mi mejor amigo cristiano, el que me había ayudado a acercarme a Cristo, junto con otro amigo mío, violaron a mi novia con quien yo salía desde hace dos años.  Yo estaba ebrio en otro cuarto cuando eso sucedió y no pude hacer nada para detenerlo.  Un par de semanas después, salió a la luz que el hombre que dirigía el hogar juvenil había acosado a uno de mis amigos.

¡Mi mundo se vino abajo!  Me habían traicionado amigos míos, gente que se suponía que estaban cerca de Dios y acercándose al Paraíso.  No tenía nada para dar, volví a estar vacío.  Deambulaba como antes, ciego y sin rumbo, trabajando, durmiendo y saliendo de fiesta.  Mi novia y yo cortamos la relación poco tiempo después.  Mi culpa, mi ira y mi tristeza se apoderaron de mi ser.  ¿Cómo pudo mi Creador permitir que me sucediera algo así?  ¿Qué tan egoísta fui?

Poco después, mi supervisor en el trabajo me dijo que había un musulmán trabajando con nosotros, que era muy religioso y que debía intentar ser más decente en su presencia.  En cuanto el musulmán entró a trabajar, comenzó la Da’wah.  No perdió tiempo en contarnos sobre el Islam y todos le decían que no querían oír nada del Islam, excepto yo.  Mi alma lloraba y ni siquiera mi terquedad podía callar ese llanto.  Comenzamos a trabajar juntos y hablar de nuestras respectivas religiones.  Yo había abandonado por completo el Cristianismo, pero cuando comenzó a hacerme preguntas, mi fe revivió y me sentí como en una Cruzada, defendiendo la Fe ante este musulmán infiel.

El hecho es que este musulmán en particular no era maligno como me habían dicho.  En realidad, era mejor que yo.  No decía groserías, nunca se enojaba y permanecía tranquilo; era amable y respetuoso.  Me impresionó de verdad y decidí que él sería un excelente cristiano.  Intercambiamos preguntas sobre nuestras respectivas religiones, pero después de un tiempo sentí que me ponía cada vez más a la defensiva.  En un momento, me enojé mucho… allí estaba, tratando de convencerlo de la verdad del Cristianismo, y sentía que él era quien tenía la verdad.  Comencé a sentirme más confundido y no sabía qué hacer.  Sólo sabía que tenía que aumentar mi fe, por lo que me subí al auto y me dirigí a ‘The Well’.  Estaba convencido de que si podía orar allí una vez más, podría recuperar el sentimiento y la fe, y luego podría convertir al musulmán.  Llegué allí, después de recorrer el camino a toda velocidad, pero estaba cerrado.  No había nadie a la vista, por lo que comencé a buscar por todas partes un lugar similar para ‘recargarme’, pero no encontré nada.  Desilusionado, volví a casa.

Comencé a darme cuenta que estaba siendo empujado en cierta dirección, por lo que le recé a mi Creador para someter mi voluntad a la Suya.  Sentí que respondía mi oración; fui a casa, me recosté en la cama y en ese momento me di cuenta de que necesitaba orar como nunca antes lo había sentido.  Me senté en la cama y lloré diciendo: ‘¡Jesús, Dios, Buda, quienquiera que seas, por favor ayúdame, oriéntame, te necesito!  He hecho tanto mal en mi vida y necesito Tu ayuda.  ¡Si el Cristianismo es el camino correcto, pues hazme fuerte, y si es el Islam, entonces guíame hacia él!’.  Dejé de rezar, las lágrimas se fueron y mi alma se sintió en calma y en paz, supe cuál era la respuesta.  Fui a trabajar al día siguiente y le dije al hermano musulmán: “¿cómo te digo ‘hola’?”.  Él me preguntó qué quise decir con eso, y le dije: “Quiero ser musulmán”.  Él me miró y dijo: “¡Allahu Akbar! (Dios es Grandioso)”.  Nos abrazamos por un minuto más o menos y le agradecí por todo, y allí comencé mi viaje hacia el Islam.

Miré hacia atrás e hice un repaso de todos los sucesos de mi vida, y me di cuenta de que me estaba preparando para ser musulmán.  Dios me había demostrado mucha misericordia de su parte.  De todo lo que sucedió en mi vida, siempre hubo algo que aprender.  Aprendí la belleza de la prohibición islámica del uso de embriagantes, la prohibición del sexo ilícito, y la necesidad del Hijab.  Ahora estoy en equilibro, ya no estoy volcado en una sola dirección; llevo una vida moderada, y hago lo mejor que puedo para ser un musulmán decente.

Siempre hay desafíos, que estoy seguro todos hemos experimentado.  Pero a través de esos desafíos, a través de esos dolores emocionales, nos hacemos más fuertes, aprendemos, espero, a acudir a Dios.  Para aquellos que hemos aceptado el Islam en algún momento de nuestras vidas, somos muy bendecidos y afortunados.  Nos han dado la oportunidad, la mayor de las misericordias.  Una misericordia que no merecemos, pero que Dios nos seguirá dando el Día de la Resurrección.  Me he reconciliado con mi familia y he comenzado con la idea de tener la mía, Dios mediante.  El Islam es un camino de vida, y aún si sufrimos un mal trato por parte de hermanos musulmanes o no musulmanes, debemos siempre recordar que tenemos que ser pacientes y acudir sólo a Dios.

Si he dicho algo incorrecto, es mío, y si algo que he dicho es correcto, es de Dios, Suyas sean todas las alabanzas, y que Dios otorgue Su piedad y sus bendiciones a su noble Profeta Muhammad, Amín.

Que Dios aumente nuestra fe y lo haga según Su voluntad y nos conceda el Paraíso, ¡Amín!



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